Tiene – no sé
si lo sabe – un pequeño y negro lunar en el labio inferior. Éste sólo se ve
cuando se le besa sin cerrar los ojos y se le presta muchísima atención a su
rostro. Yo siempre lo besaba con los ojos entreabiertos porque para nosotros
hasta la ternura venía manchada de cierto morbo. De hecho, nunca supimos qué
sentimos. Era tan corto nuestro tiempo que no pudimos nunca delimitar y definir
los distintos estadios de nuestro amor. Sólo tengo instantáneas suyas: la
manera de embestir con su sexo, el abrazo restregado como queriendo quedarse,
la particular forma de acariciar su erección ante algún escozor repentino o su
callada postura reflexiva y desnuda del final del encuentro.
Tiene esas
manos toscas que alguna vez vi en el libro aquel de quiromancia, esas que yo
decía que parecían cortadas de un tajo por alguna guillotina bastante certera. Nunca
me gustaron sus manos, así como no me gustaban sus pies que se parecían mucho a
sus manos, pero sí me gustaba que no me gustaran.
Él era, cabe
destacar, el enemigo público número uno, él con su evidente psicosis que sólo
desaparecía del todo en la eterna clandestinidad. No pudimos nunca tomarnos
nada, ni un vaso de agua siquiera, nunca supe que sería verlo a través de un
humeante y aromático café y los escasos cuartos de hotel que visitamos nos
hacían ciegos en su oscuridad inquebrantable, única estrategia ante los
remordimientos, esos pájaros fugaces que vuelan tan bajo y tienden a herir.
La mayoría de
las veces, el lecho era siempre el mismo: un auto – prestado – al cual debíamos
dejarle las ventanas bien abiertas – de todos modos eran tan claras que
cerradas no creo que hicieran mucho – para que nuestros olores se difuminaran
con el aire de la noche. Nunca entendí, por ejemplo, por qué huíamos tanto si
una noche tuvo la osadía de tocarle la nariz al monstruo y hasta hurgársela con
la mayor frescura. Afortunadamente, el monstruo dormía plácidamente y nuestra
osadía no pasó de ser más que una breve escena de acción muy improvisada.
Yo me sentaba
desnudo en su espalda. Yo y mis frases suntuosas y exquisitamente estructuradas
para agradarle. Él cerraba los ojos como entrando en un sueño o saliendo de él
para escucharme, aunque en realidad sólo me daba tiempo para que no fuera tan
evidente la satisfacción de sus ganas. Después, el camino a casa conocido por
ambos: esa brutal despedida, al menos para mí, en la que se iba de mis ojos
quién sabe hasta cuándo, a un lugar en el que nunca yo tendría cabida.
Teníamos marcado
un límite desde el principio, ancha línea azul delimitada entre dos orillas, en él que había una inexistencia tácita y precisa, frágil, claramente destinada a
desaparecer también. En mí colgaban todos los sueños como collares de grandes
abalorios que adornaban mi sonrisa-costumbre ahora resquebrajada en
transparencias. Habíamos, conste, de desconocernos siempre. Habíamos de
negarnos y de andar por el mundo como odiándonos. Sabernos era demasiado riesgo
y querernos, craso error.
No hay duda de
que nunca fue mío. Siempre estuvo preso de eso que llaman vida: una casa
compartida, una cama compartida, fotografías compartidas y hasta perros
compartidos con alguien que no era yo porque entre mis piernas cuelga el obstáculo.
Sin embargo, cada noche yo era el equilibrista de función interminable mientras
él subía al carrusel de una redoma cualquiera para extender nuestro tiempo e intentar
saltarnos el capítulo en el que la realidad destruye el mundo de los que
vivimos en la mentira.
Era digno
escucharnos. Siempre preparándonos el ungüento para sobrevivirnos: unos cuantos
versos, otras tantas canciones tarareadas y toda aquella inmensa dosis de palabras
y frases inconexas que nos inventábamos para no percibir la presencia punzante
y latente que dejaba el teléfono a cada lado de la cara (sobre todo en mi
mejilla izquierda por mi oído derecho siempre tan incompetente). Morirnos ya no
era una opción. Vivirnos era la única alternativa cuyo efecto terminaría
deshaciéndonos como le sucede a Campanita cuando Peter Pan duda cruelmente de
su existencia. Cada pausa de un semáforo, cada salida suya, cada tiempo “libre”
eran atenuantes de toda nuestra compleja zozobra.
No puede uno
dedicarse canciones ni poemas antes escritos y optar por cambiarlo todo
arbitrariamente y a conveniencia. Cambiar el sexo del intérprete o del motivo
del canto es crear gruesas incongruencias cacofónicas que terminan atentando
contra la sensibilidad de otros que no tienen la culpa. Yo no debía (y aquí sí
estoy siendo sincero del todo) recordarlo con canciones en las que era “flor de
papel” o decirle a gritos: “¡llama, por favor!”, como intentando hacerme ver y
creer que cuando se escribieron fue pensando en alguien que compartía conmigo
su historia o, siendo más egoísta aún, pensando en mi historia. No hay ningún
guionista lo suficientemente idiota como para representarnos en dos personajes protagonistas
que durante la película, de principio a fin, se ven más con las puntas de sus propios
zapatos que entre ellos mismos.
Debíamos tomar,
como mínimo, esa distancia que en edad escolar cumplíamos religiosamente para
separarnos de los otros. Al menos era necesario un brazo al frente en señal de
alto y, de ser posible, el otro opuesto, hacia atrás, para evitar debilidades. Quizás,
debíamos girar y girar hasta lograr no tocarnos. Girar tanto que nuestras manos
se hicieran filosas cuchillas con el aire para no tocar, sino herir. Debíamos
herirnos.
No supe en qué
momento nos perdimos, pero si sabía que nos perderíamos porque ya lo estábamos
antes de sabernos. Pude graficar lo que vino después esa misma noche en que nos
besábamos descaradamente y por primera vez en la oscuridad de mi calle. Allí
supe que era besar una boca ya besada, una boca ajena, una boca que terminaría
juntando mi saliva con la suya y, a su vez, llevaría la nefasta mezcla a
juntarse con la de quien le esperaba fielmente en su rol complementario. Le
mentía, me mentía, nos mentíamos todos.
José Vicente Henríquez