jueves, 15 de septiembre de 2011

Lo fatal



Tiene – no sé si lo sabe – un pequeño y negro lunar en el labio inferior. Éste sólo se ve cuando se le besa sin cerrar los ojos y se le presta muchísima atención a su rostro. Yo siempre lo besaba con los ojos entreabiertos porque para nosotros hasta la ternura venía manchada de cierto morbo. De hecho, nunca supimos qué sentimos. Era tan corto nuestro tiempo que no pudimos nunca delimitar y definir los distintos estadios de nuestro amor. Sólo tengo instantáneas suyas: la manera de embestir con su sexo, el abrazo restregado como queriendo quedarse, la particular forma de acariciar su erección ante algún escozor repentino o su callada postura reflexiva y desnuda del final del encuentro.
Tiene esas manos toscas que alguna vez vi en el libro aquel de quiromancia, esas que yo decía que parecían cortadas de un tajo por alguna guillotina bastante certera. Nunca me gustaron sus manos, así como no me gustaban sus pies que se parecían mucho a sus manos, pero sí me gustaba que no me gustaran.
Él era, cabe destacar, el enemigo público número uno, él con su evidente psicosis que sólo desaparecía del todo en la eterna clandestinidad. No pudimos nunca tomarnos nada, ni un vaso de agua siquiera, nunca supe que sería verlo a través de un humeante y aromático café y los escasos cuartos de hotel que visitamos nos hacían ciegos en su oscuridad inquebrantable, única estrategia ante los remordimientos, esos pájaros fugaces que vuelan tan bajo y tienden a herir.
La mayoría de las veces, el lecho era siempre el mismo: un auto – prestado – al cual debíamos dejarle las ventanas bien abiertas – de todos modos eran tan claras que cerradas no creo que hicieran mucho – para que nuestros olores se difuminaran con el aire de la noche. Nunca entendí, por ejemplo, por qué huíamos tanto si una noche tuvo la osadía de tocarle la nariz al monstruo y hasta hurgársela con la mayor frescura. Afortunadamente, el monstruo dormía plácidamente y nuestra osadía no pasó de ser más que una breve escena de acción muy improvisada.
Yo me sentaba desnudo en su espalda. Yo y mis frases suntuosas y exquisitamente estructuradas para agradarle. Él cerraba los ojos como entrando en un sueño o saliendo de él para escucharme, aunque en realidad sólo me daba tiempo para que no fuera tan evidente la satisfacción de sus ganas. Después, el camino a casa conocido por ambos: esa brutal despedida, al menos para mí, en la que se iba de mis ojos quién sabe hasta cuándo, a un lugar en el que nunca yo tendría cabida.
Teníamos marcado un límite desde el principio, ancha línea azul delimitada entre dos orillas, en él que había una inexistencia tácita y precisa, frágil, claramente destinada a desaparecer también. En mí colgaban todos los sueños como collares de grandes abalorios que adornaban mi sonrisa-costumbre ahora resquebrajada en transparencias. Habíamos, conste, de desconocernos siempre. Habíamos de negarnos y de andar por el mundo como odiándonos. Sabernos era demasiado riesgo y querernos, craso error.
No hay duda de que nunca fue mío. Siempre estuvo preso de eso que llaman vida: una casa compartida, una cama compartida, fotografías compartidas y hasta perros compartidos con alguien que no era yo porque entre mis piernas cuelga el obstáculo. Sin embargo, cada noche yo era el equilibrista de función interminable mientras él subía al carrusel de una redoma cualquiera para extender nuestro tiempo e intentar saltarnos el capítulo en el que la realidad destruye el mundo de los que vivimos en la mentira.
Era digno escucharnos. Siempre preparándonos el ungüento para sobrevivirnos: unos cuantos versos, otras tantas canciones tarareadas y toda aquella inmensa dosis de palabras y frases inconexas que nos inventábamos para no percibir la presencia punzante y latente que dejaba el teléfono a cada lado de la cara (sobre todo en mi mejilla izquierda por mi oído derecho siempre tan incompetente). Morirnos ya no era una opción. Vivirnos era la única alternativa cuyo efecto terminaría deshaciéndonos como le sucede a Campanita cuando Peter Pan duda cruelmente de su existencia. Cada pausa de un semáforo, cada salida suya, cada tiempo “libre” eran atenuantes de toda nuestra compleja zozobra.
No puede uno dedicarse canciones ni poemas antes escritos y optar por cambiarlo todo arbitrariamente y a conveniencia. Cambiar el sexo del intérprete o del motivo del canto es crear gruesas incongruencias cacofónicas que terminan atentando contra la sensibilidad de otros que no tienen la culpa. Yo no debía (y aquí sí estoy siendo sincero del todo) recordarlo con canciones en las que era “flor de papel” o decirle a gritos: “¡llama, por favor!”, como intentando hacerme ver y creer que cuando se escribieron fue pensando en alguien que compartía conmigo su historia o, siendo más egoísta aún, pensando en mi historia. No hay ningún guionista lo suficientemente idiota como para representarnos en dos personajes protagonistas que durante la película, de principio a fin, se ven más con las puntas de sus propios zapatos que entre ellos mismos.
Debíamos tomar, como mínimo, esa distancia que en edad escolar cumplíamos religiosamente para separarnos de los otros. Al menos era necesario un brazo al frente en señal de alto y, de ser posible, el otro opuesto, hacia atrás, para evitar debilidades. Quizás, debíamos girar y girar hasta lograr no tocarnos. Girar tanto que nuestras manos se hicieran filosas cuchillas con el aire para no tocar, sino herir. Debíamos herirnos.
No supe en qué momento nos perdimos, pero si sabía que nos perderíamos porque ya lo estábamos antes de sabernos. Pude graficar lo que vino después esa misma noche en que nos besábamos descaradamente y por primera vez en la oscuridad de mi calle. Allí supe que era besar una boca ya besada, una boca ajena, una boca que terminaría juntando mi saliva con la suya y, a su vez, llevaría la nefasta mezcla a juntarse con la de quien le esperaba fielmente en su rol complementario. Le mentía, me mentía, nos mentíamos todos.

José Vicente Henríquez

sábado, 3 de septiembre de 2011

Renuente a dar negativas,
soy yo quien va de puerta en puerta
arremetiendo.
Quiero estar donde no debo.
Invado todo espacio
vacío de mí,
creyendo poder encontrarme
en sitios,
rincones que no sean yo.
Pienso
que alguien pudo, 
de algún modo,
haberse dedicado a despedazarme
sin que yo me percatara
y, quizás,
voy ingenuo
engreído
desafiante
como quien siempre triunfa.

domingo, 28 de agosto de 2011




Pido silencio
para perderme de a poco,
esperando volver
al blanquísimo inicio.

Arrojo trozos de mí,
a ultranza,
porque el pasado pesa
y se derrama
hasta ocuparlo todo.

Por eso me abandono,
por eso
estoy sangrando partes intactas
siempre prestas a empezar.


Texto: José Vicente Henríquez
Obra: "Hasta cuando verga con mi lago"
Artista: Roberto Antonio Morales
(Fotografías de Roberto Antonio Morales)



Dibujo: Maritza Álvarez Vargas.
Modelo: José Vicente Henríquez


jueves, 5 de mayo de 2011




Voces como besos

Mientras te elevas caprichoso
sembrando voces como besos
collares de pájaros sobre ti
bendicen tu aura conquistadora
y mi sombra se ha sentado a observar
como llueven luces del infinito.





Letras y dibujo: Maritza Álvarez Vargas.
Modelo: José Vicente Henríquez


miércoles, 13 de abril de 2011

Habrán de nombrarte a gritos opuestos
para hallarte,
no es aquí donde te encuentras.
Las horas se mecen tendidas al sol
escurriendo culpas 
deliberadamente
como un tributo último y desesperado.


No es aquí 
donde descalzas tus días
manchados de realidad
ni donde tus palabras reposan
futuros impredecibles.


Aquí no.


Aquí sólo hay espera,
una derrota predicha,
sed.
No está aquí tu vida,
sino tu sombra
con la que me visto a veces
por si de pronto llegas.

jueves, 7 de abril de 2011

Recital


Poco antes de los boleros, en mi turno…
Mi Pepe Grillo:
Les estoy leyendo poemas sobre ti. Sus oídos pacientes se están dejando seducir con cada palabra que te canta sin notar siquiera tu presencia en ellas. Para todos es difícil descubrir que quien sonríe, quien me besa y quien se desnuda entre mis versos eres tú.
Calculo que hay alrededor de cien personas aquí y la mayoría tiene el color de estas páginas en sus cabellos. Además, desde la entrada hasta donde estoy parado leyéndote, podría decirse que todas son mujeres, una diminuta multitud de mujeres mayores que se traga y vuelve invisibles a los pocos hombres que hacemos acto de presencia. Mientras te leo, imagino la escandalosa escena: más de uno haciéndose la señal de la cruz, más de uno saboreando sus nauseas y, en segundos, un lugar vacío… para muchos es inaceptable que dos hombres se amen.
Tal vez eso sea. Ninguno te nota porque mi orgullo te protege bajo una irrompible coraza de metáforas y juegos de palabras. Sin embargo, mis piernas están temblando y en esta trémula señal estás tú. Tiemblan como la primera vez que te vieron, con la misma vergüenza por mi extrema delgadez sonrojada frente a tu cadencioso desnudo.
Esta noche he puesto de mi lado estos poemas que sólo hablan de desamor y penas porque, si no te he dicho, la noche de tu boda fue eterna y sola como ninguna. Allí nacieron estos versos lascivos y atragantados, mientras pintaba inútilmente la cocina a oscuras y un radio mal sintonizado tocaba canciones innombrables. Allí te pensaba sonriente y orgulloso, ahogado en un mar de abrazos que nunca fueron el mío:
Estoy haciendo pausas menudísimas
para recostarme en tu indiferencia
y quedarme hasta que me notes.
Ladeo mi rostro observándote.
Puedo ver ese punto diminuto antecesor de tus besos,
las noches,
tu olor ajado que seduce a deshoras.
Estoy callado e inmóvil.
Yo sólo pienso palabras que ya no dices,
tonterías,
vestigios de la magia.
Estoy sentado contigo en una mesa con otros poetas que tampoco se percatan de ti y esos versos han abierto los aplausos. Mírate en mí sonriente, haciendo gala del espacio en tus incisivos superiores que tanto amo. Ahora mismo, sus aplausos me halagan sin saber que realmente aplauden a un hombre o, mejor dicho, dos hombres ausentes: a ti, porque estás lejos y a mí, que estoy contigo sin estar aquí. Un TÚ y un YO que se aman a espaldas de la vida misma.
*
Otro poeta lee, habla de temas que no me importan. Todo lo que no seas tú se disuelve y me pierdo en el destello del mantel, un reflejo del rojo – neón de nuestras noches orilladas.
**
Ahora, la bolerista se ha tragado a nuestro Manzanero y tú has acertado con el final. Estoy sumergido en el mar de cabellos de papel que no te sabe y me quedo mudo al oír cuánto aprendimos: ya sabemos que nuestras vidas no son sólo nuestras y que un secreto puede ser un mundo tan frágil como esta existencia en la que somos huéspedes prestados.
Yo sólo quiero recostarme en la cicatriz de tu hombro, morder el inciso en tu sonrisa, dormirme plácidamente en el regazo de tu sexo, abrazar el arabesco de tus pies, ser una premura excitante y eterna, susurro solícito y canción.
Tu Señorito.

Carta preseleccionada en el Concurso de Cartas de Amor de Montblanc.

lunes, 21 de marzo de 2011

Tu voz discurre los surcos
donde la posibilidad se filtra
y mi voz
es la canción ajena 
que quiere seguirte a diario.
El silencio
es el espacio donde vives, 
un sueño brujo que te tiene y no te suelta
unas cuantas palabras dichas 
en un no - tiempo 
por otros.
Pero nos encontramos,
hay un punto justo donde nos encontramos
hay una silueta difusa que nos refugia
en un azar que nos vive a cuestas
y, entonces, la vida 
se disuelve escuchándote
viendo naranjas celestes
y escribiendo poemas que te tocan.





viernes, 18 de marzo de 2011

Puedo hablarte pena en pecho
mientras el enrojecido instante lo puebla.
Decirte, por ejemplo,
que mi pelo servirá de nido confortable a tus manos
cuando éstas me busquen
y la vida sea 
un murmullo cercano y cómplice.
Mis ojos
son la cuna del abismo
en el que me refugio cada día.
Es preciso seguirte
aunque la vida confunda puertas
y todo sea un imprevisto 
hermoso y lascivo
que camina con nosotros.
Mi largo abrazo se queda corto
sonriéndote en la comodidad de un sueño menudo.
Asirme a tu espalda
es más difícil con las pausas largas
sin contar
que yo soy niño - hombre,
además de luz - sombra 
e insistente amante  
de las viceversas implícitas en ti.
Raro norte el nuestro
como raro el mundo 
que vivimos haciendo a nuestras anchas
porque lo queremos
y nos queremos así.




lunes, 7 de marzo de 2011


He atravesado espacios líquidos,
airoso de rasguños.
Sigilosamente, me muevo
pleno del desnudo solícito
a tu inestable vaivén.
Mi voz callada
susurra el silencio prudente
que nos separa y nos une
que nos encubre y abraza.


Te construyo en mis horas
un regazo de sueños
donde, a tu antojo,
puedes estar.

martes, 1 de marzo de 2011




P.G.:


El rojo luminoso que reza "hotel" se derrama sobre el atardecer naranjado. Creo que el astigmatismo hace que las letras se vean embarradas en el cielo como si su trazo se hubiera difuminado con la punta de mis dedos. Una silueta mecánica fluye casi imperceptible sobre un mar excesivamente llano mientras me hago naranja con los golpes de la luz del sol. Cuanto más cerca está la noche, todo a mi alrededor se vuelve sepia y me hace parte de una gran fotografía panorámica antigua.
Yo soy el atardecer, soy un despliegue de tonos dorados como el color de tus cabellos ante la presencia de incandescencias nocturnas, similar a tu sonrisa naciente ante luces contrarias en el camino. 
Vistas desde lo alto, las luces de la ciudad son sólo agujeros incandescentes en los mismos tonos del atardecer. Son pequeñas estrellas que intentan imitar lo anteriormente visto por mis ojos, escamas tornasoladas, polígonos trémulos. Quizás ese efecto tembloroso lo da mi mirada o la brisa que a veces es implacable con cualquier cosa que se le atraviese. No lo sé.
Antes, en el pasillo del edificio, la claridad de las ventanas hacía el mismo efecto con las personas. Todos eran un montón de gente - sombra. Lograr acertar quien era quien era difícil, debido al ángulo de luz que les tocó. Sin embargo, ellos podían visualizarme perfectamente. 
A veces la luz no precisamente descubre, también esconde y oculta, todo depende del haz de luz.
Por aquí todo te aguarda intacto, siempre llenándose de ti.

Tu Señorito.